jueves, 19 de enero de 2017

El Señor Agustín de Seoane

En los rincones más escondidos de mi memoria afloran a veces recuerdos, vivencias, situaciones que me llevan a los años cincuenta del pasado siglo. 

El Señor Agustín

En ellos me veo sentado en el banco de la lareira de una antigua cocina gallega. Dentro, el fuego del hogar calienta la estancia. Fuera, un fuerte temporal de nieve azota las ventanas produciendo ese característico siseo constante, monótono de la nieve empujada por el viento.
El lugar: una pequeña aldea de la alta montaña ourensan, en la comarca de Os Bolos. Me hace compañía mi amigo y vecino el Señor Agustín y durante estas noches de diciembre nos juntamos y charlamos tomando café para olvidar soledades y ausencias.
Este narrador ejercía entonces como profesional de la enseñanza alfabetizando a toda una generación de niños; mi amigo, vecino de puerta, jubilado ya hace años y trasteado por la vida.
Me interesó enormemente su típica personalidad de la que quiero hacer una semblanza en esta publicación.
Era un pozo de ciencia: tenía una gran inteligencia natural y me admiraba que, con su poco vocabulario por su casi nula formación cultural, se enfrentaba en la conversación con muchos temas de difícil expresión.
Era un pequeño filósofo, con su filosofía de la vida práctica en la que se desarrollaba. Hablaba casi siempre usando tópicos, refranes, sentencias. Era cazurro, con esa retranca típica del gallego, sarcástico y muy machista  –a la antigua usanza–  pero asumía la gran capacidad de persuasión de la mujer. Me contaba: “si el marido pega a la mujer con un palo y ella le pega con un trapo; gana la mujer”


Buen comedor

Era pequeño, delgado algo encorvado por los años y por los reveses de la vida,  pero a pesar de estas limitaciones disponía de un portentoso estómago. Tuve ocasión de compartir mesa con él en varias de esas largas y pantagruélicas comidas de la matanza y nunca dejó de admirarme su apetito insaciable. Devoraba grandes tajadas de tocino, tazas de caldo, melindres y demás con una facilidad pasmosa para su flaca figura.


Santa Compaña

Era un fervoroso creyente de la mística gallega de la Santa Compaña –eterna procesión de los que nos precedieron –y estaba obsesionado pensando a quién entregaría el testigo, antes de incorporarse él mismo a estos eternos caminantes cuando le llegase su hora.

Con frecuencia hacía preguntas con una previa advertencia: “usted, que es un hombre estudiado, ¿podría decirme…? y te soltaba la pregunta de la que previamente sabía la respuesta. Una especie de test mental que le servía para valorar mis conocimientos.


El futuro yerno y la cerilla

En una ocasión un pretendiente de su hija se reúne con su futuro suegro al pie de la lareira. Éste tenía fama de poseer mucho dinero amasado en Cuba. Durante la charla le ofrece un puro a su suegro y le da lumbre con una cerilla. Al día siguiente el Sr Agustín llama a su hija y le dice que la boda queda anulada pues ese cubano es un gastador porque, si había fuego en el lar ¿por qué había de gastar una cerilla?




Que no vea ni sol ni luna

En otra ocasión, el día de la fiesta grande de la parroquia, un nieto le pide un cuarto  –una moneda – para ir a la fiesta pues ya empezaba a tocar la gaita. El abuelo todo enojado le riñe y se niega a darle dinero pues considera que si había comido con abundancia ¿para qué quería el dinero? Pero cambia de opinión, le da una peseta pero le advierte: toma, hijo, pero que no vea ni sol ni luna.




Pero dejemos los recuerdos de aquellos pueblos duros y gentes bravas. Cerremos este tema cómodamente sentados y en un cálido y plácido ambiente.