Funeral a la antigua usanza
Suenan las campanas
La pasada noche falleció mi vecino y amigo
Francisco o Costureiro.
Me enteré esta mañana por el repique de las
campanas. Estas suenan con una cadencia especial cuando anuncian un fallecimiento.
Si fuese un niño, esta cadencia sería muy rápida, casi alegre, tocarían a gloria,
pues creían que la criaturita iría directamente al cielo. Hoy suenan lentas.
Con esa misma cadencia de la nieve que cae. Esto es un recuerdo
El velatorio
En esta
aldea de la alta montaña ourensana
celebraban las ceremonias fúnebres siguiendo unas costumbres heredadas de
remotas tradiciones que aquí relato con
detalle y con una lejanía en el tiempo de sesenta años.
El velatorio se celebraba en la casa del propio difunto
al que asistían familiares y vecinos. Durante el mismo, apenas había conversaciones,
todo eran susurros; nunca mencionaban el nombre del difunto, lo sustituían por o difuntiño
pero añadiendo la jaculatoria que
Dios lo tenga en la gloria.
Las
mujeres, sentadas en torno al ataúd acompañaban a la viuda. La luz de las velas
daba un aspecto de recogimiento singular. Apenas se oían unos murmullos y de
vez en cuando una plegaría. Todas se cubrían la cabeza con un pañuelo negro
como muestra visible de luto. El recuerdo del difunto flotaba en el ambiente
como si estuviese todavía gobernando las
actividades de la familia. Los hombres, en la cocina en torno al hogar, charlan
quedo de sus cosas y caliente el cuerpo con un aguardiente.
Hay que llamar al párroco
Antes de
dar sepultura al cadáver era necesario realizar una serie de diligencias; para
ello se desplazaba un grupo de vecinos a las aldeas cercanas para informar a
parientes y conocidos de la noticia del fallecimiento.
Aldeas que distaban generalmente dos horas de
camino por estrechos senderos de montaña. Debían además ponerse en contacto con
el párroco residente en otra parroquia, bajar al pueblo para encargar el ataúd, dar cuenta oficial de este suceso a
las autoridades y demás obligaciones propias del caso.
La ceremonia
Los funerales se celebran con el ataúd cerca del
altar. La propia ceremonia litúrgica era dirigida por el párroco celebrando una
misa con todas las letanías propias de esta liturgia. Recuerdo esa letanía
lenta, ese diálogo cantado entre el sacerdote en el altar y el sacristán colocado
al fondo de la iglesia.
Las mujeres que asistían a la ceremonia
arrodilladas unas y sentadas otras. Todas con un recogimiento muy especial.
Recuerdo también con claridad esa luminosidad de las decenas de velas que
tenían en las manos. Con sumo cuidado aderezaban el pabilo, volvían a
introducir en la llama las gotas de cera derretidas que caían en la pizarra que
a modo de bandeja sujetaba la vela. En cierta manera, esta actitud
contemplativa y continua de cuidado de la llama en comunidad, las sumergía en
un estado mental muy especial.
Los hombres con chaleco y pantalón de pana, boinas
en sus manos y
calzados con zueco de altas suelas de madera, ocupaban los fondos de la iglesia.
A veces el párroco no podía asistir a los cultos
pero o difuntiño no quedaba sin
funeral o acto similar. El sacristán o una beata suplían esta ausencia desgranando un rosario con sus
correspondientes letanías.
El entierro
Sin otra ceremonia se procedía al traslado del
cadáver al cementerio. Un lugar de una sencillez y sobriedad primitiva. En realidad,
era un trozo de monte llano, rectangular, circundado por un muro de pequeñas
piedras sin entrada principal. E su interior, pequeñas
parcelitas señalaban antiguas enterramientos.
La caravana iba camino del cementerio en fila india por las dificultades
del camino cubierto con más de una
cuarta de nieve. Todos en silencio.
Algunas mujeres murmuraban oraciones con su rosario en la mano:
otras en voz alta manifestaban las
virtudes y buenas obras de Francisco, unas reales y otras imaginarias.
En el cementerio ya
estaba preparada la fosa que habían cavado dos vecinos. En esa época del año, las primeras
capas de tierra permanecían heladas y era necesario el uso de pico y pala.
Llega la comitiva al
cementerio. Los portadores se acercan a la fosa y proceden a dar sepultura al
amigo Francisco. Las mujeres, ajenas a este acto de enterramiento su dirigen directamente
hacia los sepulcros de sus allegados. Limpian el terreno de escombro, colocan pequeñas
ramitas delimitando la fosa, juntan sus manos y mirando al cielo, rezan a viva voz
mezclando gemidos lamentos y llantos recordando a sus difuntos.
Polvo eres
Así cumplió el amigo Francisco o Costureiro con el ciclo de la vida y la
muerte entregando su cuerpo a la madre tierra que le vio nacer
A este narrador todavía le suenan las letanías cantados
por el cura en el altar y contestados por el sacristán en la liturgia de los funerales y esa luz tenue de las velas que al tiempo que mostraba lo ocultaba todo.