sábado, 9 de enero de 2016

Los marineros cesureños

La población masculina, apenas acabada su ciclo escolar ya debían participar con sus padres en las faenas marineras y, tan pronto como su edad se lo permitía, salían de su tierra – (salían a navegar, como decían ellos) y se enrolaban como marineros de cubierta en grandes mercantes que hacían la travesía atlántica o en bacaladeros que faenaban en el Atlántico Norte, en los caladeros del Gran Sol. Trabajo éste de gran dureza porque faenaban en zonas muy próximas al Ártico y el sol y el viento quemaba y curtía sus pieles. Su aspecto, especialmente la piel de su cara aparecía tan arrugada y curtida que aparentaban una edad mucho mayor de la que realmente tenían

Durante seis meses consecutivos su barco permanecía en alta mar. Solamente esporádicas entradas en algún puerto pesquero del Norte para descargar capturas y abastecer despensa.


Terminada la campaña costera, estos marineros de cubierta retornaban para Cesures en espera de otra campaña de seis meses.

En mis charlas con los marineros conocía todo el proceso de su trabajo abordo, mejor dicho, en la cubierta del bacaladero.

Además de recoger los anzuelos, con pesca o sin ella se pasaba al proceso de preparar cada pieza abriéndola por el vientre. Le vaciaban las vísceras que eran arrojadas al mar y le sacaban la cabeza. Al final quedaba con esa forma característica que tiene la hoja de bacalao. Así preparadas se colocaban unas encima de otras con capas de sal por el medio. Pero antes de pasar a su venta sufrían un proceso de secado.


Las cabezas también eran abiertas y saladas pero la casa armadora concedía a los marineros estas cabezas saladas que al terminar la campaña traían para su casa. Allí las vendían a muy buen precio lo que suponía un pequeño añadido a su bien ganado jornal.

Estas cabezas eran extraordinariamente apreciadas en Cesures, pero no por la cantidad de carne que traía añadida a sus huesos sino por el exquisito sabor que le daba a la comida que se combinaba con un trozo de esta cabeza.

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